López-Varela Azcárate, Asunción. «Escila y Caribdis. Mitologías, intermedialidades y otras metamorfosis artístico-científicas.» Abordajes. Mitos y reflexiones sobre el mar (2014): 153–178. Volumen del Centenario del Instituto Español de Oceanografía 1914-2014. Dirección y coordinación: José Manuel Losada y José Luis de Ossorno.
Ligado a cambios radicales en las estructuras biofísicas de los seres vivos, el proceso de metamorfosis ha captado siempre la imaginación de las gentes de las ciencias y de las artes. En el universo de la mitología abundan las criaturas gigantescas que cambian de forma y amenazan a todo incauto que se adentra en sus dominios grotescos (de grotto, «gruta»). El mar es uno de los lugares por excelencia donde tiene su morada ese miedo a lo cambiante, al abismo de lo desconocido y a todo aquello que queda fuera del espacio perceptivo humano. Mitos de todas las culturas, desde el poema babilónico Enuma Elish, pasando por los puranas de la India con su océano o causa material, a la Teogonía de Hesíodo, todos ellos relatan la creación a partir de un caos primigenio y líquido de donde surgen seres gigantes y fabulosos.
Un estudio de John Boardman sobre La arqueología de la nostalgia (2002) señala que posiblemente el descubrimiento de huesos de dinosaurios sea la causa de que los griegos fantaseasen con criaturas monstruosas que habitaban los inframundos de la tierra y del mar. Muchos de estos seres heterogéneos representan el desorden y la asimetría de la forma. Algunos de ellos son expresiones de monstruosidad que estigmatizan el cuerpo femenino. Los monstruos fascinan precisamente porque dejan entrever deseos y miedos ocultos fuera de la luz de la racionalidad.
El término «monstruo» encierra en sí mismo ese carácter híbrido. Es al mismo tiempo profecía, portento, signo divino, malformación, abominación, objeto repulsivo (del latín monstrum), señal que advierte de un peligro (del latín monere) y demostración (del latín monstrare). Por ejemplo, en algunas historias de los cuentos de Las mil y una noches, como en el segundo viaje de Simbad, los monstruos acompañan revelaciones y a menudo son manifestaciones de los dioses para advertir de peligros o castigar a los humanos. Son muchos los escritores y artistas que han elaborado catálogos sobre el tema. En su libro Sea Monsters on Medieval and Renaissance Maps (2013), los investigadores Joseph Nigg y Chet Van Duzer de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos señalan que en muchas colecciones de mapas medievales y renacentistas,
como el llamado Manuscrito de Madrid (Biblioteca Nacional, MS Res. 255; ca. 1455 a 1460) o el Mapamundi catalán estense (ca. 1460), se añadían monstruos marinos como decoración para aumentar el valor de los mismos. Y es que los abismos misteriosos, insondables y desconocidos del océano siempre han ejercido una especial fascinación para la imaginación humana. Al fin y al cabo, los mares cubren dos tercios del mundo, siendo navegable y visible solo una mínima parte. Se encuentran, además, llenos de especies con raras propiedades, como la resistencia de los hexactinélidos o esponjas vítreas, la
bioluminiscencia, o la capacidad de desarrollar nuevas extremidades en caso de amputación, como le ocurre a las estrellas de mar. Las profundidades del océano, ocultas y fantasmagóricas, son así cuna de todo tipo de proteicas fantasías.
En la Antigüedad clásica, el océano (Ōkeanós, del griego Ώκεανός) se visualizaba como una especie de enorme corriente o serpiente que circundaba el mundo y sobre la que flotaba la ecúmene (oikumene, de οíκουμενη) o parte habitada de la Tierra. Así aparece representado, por ejemplo, en uno de los manuscritos iluminados del texto del Apocalipsis, el Mapamundi del Beato de Burgo de Osma (1086), o en la portada de la primera edición de la Utopía de Tomás Moro (1516), conservada en la British Library. En el mapa del Beato, el mar Mediterráneo ocupa el centro vertical de un círculo ovalado rodeado por los ríos conocidos entonces y con el Este arriba, el Oeste abajo, y Asia en la mitad superior, donde se encuentra al centro simbólico de Jerusalén y el paraíso terrenal. En el cuadrante inferior derecho se sitúa África, bordeada por el Nilo, y en el izquierdo, Europa, delimitada por los mares interiores que lindan con Asia (Mundo y Sánchez Mariana 1985: 101-127).

Mapamundi del Beato de Burgo de Osma (1086). Museo Catedralicio Diocesano del Burgo de Osma. Cod. 1, fol. 34v‑35.

Olaus Magnus. Detalle del maelstrom. Carta marina et descriptio septentrionalium terrarum ac mirabilium rerum in eis contentarum diligentissime elaborata (1539).
En la Antigüedad se pensaba que la extensión del océano era tan inmensa que llegaba hasta el mundo de los muertos donde merodeaban todo tipo de criaturas enormes y terroríficas como las descritas en las historias bíblicas de Job y el monstruo Leviatán, o de Jonás y la ballena, recogida en la carta marina del cartógrafo sueco Olaus Magnus (1490-1557), y que cautivó la imaginación de numerosos artistas y escritores como William Shakespeare en su obra La tempestad.
Entre los monstruos mitológicos más conocidos se encuentran Escila y Caribdis, que aparecen en las obras de Homero, Ovidio y Virgilio. Desde una perspectiva pluridisciplinar que incorpora aspectos de semiótica cognitiva e intermedialidad artística, este ensayo debate en torno a estos dos personajes clave de la mitología mediterránea, el crustáceo gigante Escila y el remolino succionador Caribdis que habitaban entre Italia y Sicilia, en el paso marítimo del estrecho de Mesina que en su parte norte, la más angosta, tiene una anchura de unos tres kilómetros.
Homero describe a Escila (Σκύλλα) como un monstruo que aúlla como cual perrillo indefenso desde su gruta en una roca; de aspecto temible, con doce patas pequeñas y deformes, seis largos cuellos cuyas cabezas tienen bocas con triples filas de mortíferos dientes (Odisea XII, 73-92). Es inmortal, y se alimenta de todo ser que se pone a su alcance. La historia de Jasón y los argonautas, que ya menciona Homero y que recoge más tarde Apolonio de Rodas (Argonáuticas I, cap. 9, 63) la presenta como una hermosa ninfa, hija de Forcis y Hécate, transformada en monstruo a causa de los celos de la hechicera Circe. Según la descripción de Ovidio, Glauco, un semidiós marino, se habría enamorado de Escila y para intentar conseguirla le habría pedido a Circe una poción de amor. La hechicera, enfurecida porque ella misma había intentado seducir sin éxito a Glauco, fingió ayudarle entregándole una poción que debía verter en la charca donde Escila solía bañarse. Sin embargo, tan pronto como la ninfa entró en el agua brotaron de su vientre seis perros feroces que la transformaron en un monstruo, y de esta forma Glauco perdió interés en ella (Metamorfosis XIII, 730 – 739; XIV, 40-70).
En sus estudios sobre la figura de Escila, Mercedes Aguirre muestra la evolución de sus representaciones iconográficas y sugiere que recogen tradiciones culturalmente distintas a las de la Odisea. Hay imágenes que la presentan mitad mujer mitad pez, con las cabezas de perro saliéndole de la cintura. Una de las primeras es un bajorrelieve de terracota procedente de Milos, que se conserva en el Museo Británico y que data de mediados del siglo V a. C. En el bajorrelieve de una caja etrusca de marfil del siglo VII a. C. aparece como un pulpo gigante junto a un barco (Cohen 1995: 34).

Grabado de Matthäus Merian el Viejo sobre los amores de Glauco y Escila. Metamorfosis de Ovidio para Ludwig Gottfried
(Frankfurt, 1619).
Con frecuencia la figura se asemeja más a la descripción de Homero y posteriormente a las de Ovidio y Virgilio (Eneida III, 427-428), con el torso de mujer y la cola de pez enroscada que algunos autores atribuyen a influencias de Asia Menor, tales como la diosa siria Derketo (Hanfmann 1987: 258; Shepard 1940: 7). En algunas monedas del sur de Italia aparece sola o en compañía de otras criaturas marinas. A partir de época helenística, Escila suele representarse con dos colas de pez enroscadas una a cada lado en objetos como espejos, tapaderas, mosaicos, y también en grupos escultóricos como el de la gruta de la villa de Sperlonga, construida por el emperador romano Tiberio en el siglo I (Buitron-Oliver y Cohen 1992: 35).
Los versos del poeta latino Gayo Valerio Catulo (87-57 a. C.) comparan a Teseo, por su comportamiento insensible, con características propias de los animales salvajes, incluyendo a Escila y Caribdis: «quaenam te genuit sola sub rupe leaena, / quod mare conceptum spumantibus exspuit undis, / quae Syrtis, quae Scylla rapax, quae uasta Charybdis, / talia qui reddis pro dulci praemia uita?» (LXIV vv. 154-157). [¿Qué leona te parió al pie de roca solitaria, / qué mar te engendró y te escupió de sus espumantes olas, / qué Sirte, qué Escila rapaz, qué monstruosa Caribdis / a ti que por la dulce vida tal recompensa me das?].
En el libro segundo de la Eneida, la epopeya latina escrita por Virgilio en el siglo I a. C. por encargo del emperador Augusto con el fin de glorificar el imperio atribuyéndole un origen mítico, Eneas comienza el relato de sus aventuras a la reina Dido, narrando su fuga de Troya y describiendo el saqueo de la ciudad por los griegos y la muerte del rey Príamo. El libro tercero relata el periplo por las costas de Tracia y de Epiro, donde se les advierte de los peligros que debe evitar en la navegación hacia Italia, en particular el angosto estrecho entre Escila y Caribdis (427-428).

Crátera de Paestum (ca. 340‑330 a. C). Museo J. P. Getty (Malibú).

Mosaico de Escila en la excavación de la casa de Dioniso. (330-270 a. C). Pafos, Chipre.

Base del trapezóforo o mesa de apoyo con la figura de Escila y Caribdis (s. II d. C.). Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Colección Farnesio.
A partir de estas manifestaciones literarias y artísticas de la cultura griega, la metáfora espacial «estar entre Escila y Caribdis» implica encontrarse entre dos peligros, a cada cual mayor y, por tanto, a no tener escapatoria. Por eso se ha empleado en las artes para representar visualmente los momentos de dificultad. Es curioso también que estos monstruos fantásticos aparezcan en los mapas antiguos que, precisamente, son documentos que buscan ofrecer mediciones y datos concretos con el fin de proporcionar mayor certeza a viajeros y navegantes. Por ello, y con el fin de explorar la relación entre cartografía y mito, realidad y ficción, este ensayo busca adentrarse desde una perspectiva semiótico-cognitiva en los procesos de ambigüedad espacial y deslocalización. La utopía de los no-lugares se sitúa (aunque no queremos usar este verbo: ¿tenemos alguno que localice sin fijar?) más allá o más acá, alcanzable solo con la imaginación y no con la percepción y con el lenguaje. Ha sido precisamente la inmensidad del océano, la complejidad fluida que se oculta en su superficie aparentemente monótona, el secreto de sus olas y sus mareas mecidas por la luna, las que han inspirado a la humanidad de manera radical a través de los siglos, casi haciéndole perder pie.
Los sistemas comunicativos, que funcionan en torno a una serie de signos localizados en un espacio determinado, presentan problemas para la plasmación de los aspectos dinámicos y metamórficos de una realidad a menudo difícil de «fijar». En el lenguaje verbal, con frecuencia nos vemos obligados a hacer uso de metáforas (o mitos) que son más que meras cartografías que comparan dos aspectos parecidos de la realidad. En la introducción al volumen colectivo, Mito e interdisciplinariedad. Los mitos antiguos, medievales y modernos en la literatura y las artes contemporáneas, José Manuel Losada Goya explica que «el dinamismo del mito se pone de manifiesto en la interacción artística» y añade además que «al mito le sienta bien el dinamismo interdisciplinar». El término griego «mito» significa aproximadamente «discurso o palabra que se convierte en acto de habla» (« ἔργῳ κοὐκέτι μύθῳ», Esquilo, Prometeo encadenado, 1080). Se refiere en realidad a relatos orales en su origen y de carácter sagrado. Vinculados a culturas antiguas, alternan un componente de tradición más o menos documentada con otro de leyendas prodigiosas protagonizadas por seres sobrenaturales. Se plantean como sucesos verdaderos sobre el origen de determinadas civilizaciones, donde las fuerzas creadoras positivas se personifican en héroes, dioses, semidioses que persiguen el orden, y en sus contrarios negativos representados por antihéroes y monstruos que crean desorden y la disolución de la comunidad. Por eso el componente mítico se encuentra generalmente asociado a lugares concretos y, frecuentemente, a objetos naturales emblemáticos como piedras o rocas y remolinos.
El filósofo y semiólogo francés Roland Barthes publicó en 1957 Mitologías, donde apunta que el mito presenta una zona del significado compartido por diversas disciplinas y reviste el significado irracional e intuitivo del discurso, siendo incluso un elemento provocador que aunque no esconde el sentido deforma el concepto. Barthes resume las operaciones del mito de la siguiente forma: crea una significación «motivada» por un grupo de decisión que construye el mito y que lo naturaliza, de manera que el sentido original es alienado y el mito se actualiza con un contenido diferente que además es despolitizado y desprovisto de construcciones ideológicas desde el punto de vista sociocultural. De esta forma se crean nuevas estructuras donde el mito es vaciado de su sentido original.

Fuente de Escila, diseñada por Charles Le Brun. Parque del castillo de Champs-sur-Marne, Francia.
El mito de Escila y Caribdis captura como ningún otro la precipitación del concepto de cultura contra el inmovilismo del objetivismo de las ciencias naturales y la vorágine dialéctica de las ciencias humanas y sociales. Los mitos emplean signos en los que la función poética (connotativa) predomina sobre la función referencial (denotativa), y donde el extrañamiento y la ambigüedad son parte intrínseca (Jakobson 1963: 238). Sin embargo, este ensayo busca ir un poco más allá para sugerir, como el semiólogo Juan Ángel Magariños de Morentín en Semiótica de los bordes, que «el conocimiento no consiste en mostrar lo que diversos fenómenos tienen en común, sino en mostrar la dispersión de interpretaciones que recibe un mismo fenómeno cuando se lo construye a partir de determinado conjunto de discursos» (2008: 141). Es decir, el proceso de metamorfosis.
El punto de partida de la semiótica son los signos. Al igual que las rocas del océano, «el signo es un enclave en un contexto, a partir del cual se desarrolla un conjunto determinado y normado (de modo absoluto o con márgenes relativos de variabilidad) de relaciones, previstas a partir de un determinado sistema de posibilidades, con los restantes enclaves de su propio contexto» (Magariños 2008: 40). El término «enclave», como el acantilado de Escila, persigue una designación genérica que permite referirse a una entidad física determinada, situada o integrada en un ámbito físico concreto. En lugar de estar ocupados por conceptos sustanciales, los lugares semióticos son virtuales y están señalados por signos. La propuesta de Charles Sanders Peirce, de la que parte Magariños, divide los signos en categorías que incluyen no solo el lenguaje verbal, sino también las imágenes, los gestos, etc. «A sign, or representamen, is something which stands to somebody for something in some respect or capacity». [«Un signo, o representamen, es algo que está para alguien, por algo, en algún aspecto o disposición», 1931-1958: 2.228].
Del estudio etimológico del sustantivo griego sêma, del que derivaría en último término «semiótica» se desprende un uso icónico (opera mediante relaciones de semejanza, como sucede en imágenes, gráficos y diagramas); mítico-ritual, que funciona al mismo tiempo como índice (gestos, metonimias) y relaciones causa-efecto (las nubes negras como señal de tormenta); y símbolo (las relaciones abstractas y arbitrarias de nuestros alfabetos). Resulta curioso que el término sêma parezca ya en los escritos de Homero asociado a los significados «tumba» y «señal», tal y como indica Wenceslao Castañares. Precisamente aparece en la Odisea (XII, 21) solo unos versos antes de la descripción de Escila (XII, 73-92).
En el lenguaje verbal los pronombres y marcadores como «algo» y «alguien» describen los puntos de origen y de destino de las relaciones comunicativas, si bien desde el enfoque semiótico de Peirce nada es definitivamente icónico, indicial o simbólico (una pintura clásica es un icono en la medida en que propone una representación de algo real, pero es un índice, por ejemplo, para el trabajador que lo cuelga en la pared del museo, o para el curador que decide dónde conviene situarlo; y es un símbolo para el coleccionista que lo compra o lo vende, y para quien lo admira en una exposición). El signo funciona, pues, como referente dentro de un sistema virtual de comunicación que intenta corresponderse (stand for) con una propuesta perceptiva determinada (in some respect or capacity). De manera que quienes se acercan al conocimiento semiótico con la esperanza de pisar un suelo firme, riguroso y científico (positivista) descubrirán esa movilidad propia de Caribdis que acredita el enraizamiento cognitivo de la semiótica y permite dar cuenta de las operaciones mentales que intervienen en la producción y el cambio del significado de determinado fenómeno sin necesidad de modificar sus conceptos básicos ni sus operaciones analíticas. La semiótica, como el mito, es capaz, por tanto, de proporcionar existencia ontológica a nuevas entidades o a entidades que no se perciben de manera absolutamente fiable, e incluir también la Escila de la estética emocional como fundamento de toda significación (Greimas y Fontanille 1991).
Los ejes constituyen uno de los aspectos de la representación visual de la forma de un objeto. La información proporcionada por los ejes establece la disposición espacial, simetría, tamaño, orientación e incluso movimiento. Junto a los ejes, los «contornos de oclusión», es decir, contornos que marcan las discontinuidades del objeto y que responden a su entorno: «a contour that makes a discontinuity in depth, and it usually corresponds to the silhouette of an object as seen in two-dimensional projection» (Marr 1982: 218). Juegan por tanto un papel fundamental en el reconocimiento de los bordes de un objeto. Estos contornos funcionan como «atractores», es decir, formas organizadas dotadas de identidad visual, donde la percepción de sus bordes registra una imagen mental. Los ejes y sus inclinaciones vinculan un conjunto determinado de atractores, diferenciados de su entorno por los contornos de oclusión, es decir, la percepción de la discontinuidad como señal de profundidad:
Lo que agrega el movimiento es su percepción como totalidad (el desplazamiento, por delante de otras superficies indiferenciadas, de un borde continuo y cerrado sobre sí mismo) y la posible percepción de la totalidad de sus formas (el conjunto cambiante de las superficies de oclusión generadas por el borde al girar el objeto, efectiva o virtualmente, sobre sus diversos ejes posibles) (Magariños 2008: 186-7).
En cualquier caso, se parte siempre del signo perceptible o forma (primeridad / lo imaginario / estético / posibilidad funcional) a partir del que se infiere lo real (segundidad / lo real / existencia-significativa / posibilidad de actuar) para llegar a lo valorativo (terceridad / lo simbólico / posibilidad racional). De manera que cualquier cambio en el contexto (por ejemplo, una modificación de la dirección de la luz) implica reacomodar lo percibido de modo que sea reconocido en esa nueva configuración. En general, explica Magariños, es suficiente con indicar los puntos entrantes y salientes de luz, ya que son decisivos en la transformación de concavidades en convexidades y en la creación de volumen y textura en una imagen.
Regresando ahora a la zona del estrecho de Mesina, donde se viene produciendo también un efecto óptico conocido como Fata Morgana (en referencia a la bruja de la mitología artúrica), estudios como los de Alfred Weneger han mostrado que el origen de este espejismo se debe a cambios de temperatura del aire, sobre todo con el calor del verano, donde una gran superficie (la del océano o en un desierto) actúa como una lente cóncava que refracta y refleja las imágenes produciendo más de tres reduplicaciones invertidas que flotan en el cielo o la superficie del mar. De esta forma, los objetos situados en el horizonte, como por ejemplo una roca de acantilados, se multiplican y pueden adquirir una apariencia alargada (véase el grabado del
siglo XIX reproducido en Platt 1884).
Resulta llamativo que el mito de Escila ponga de manifiesto la pluralidad de ejes y la quiebra de la simetría. Hasta aquí, he querido sugerir los distintos factores que pueden haber condicionado la visión de las múltiples patas y cabezas de la criatura que, por otra parte, se parecería a los percebes de una roca. Con el fin de reflexionar brevemente sobre los efectos de estas
metamorfosis y ambigüedades semióticas en la creatividad, me referiré a Caribdis, el remolino.
Los remolinos son perturbaciones fluidas que se producen en regiones del océano donde hay marcadas discontinuidades de densidad, como son las fronteras entre diferentes masas de agua y las topografías costeras cercanas. La distribución vertical de la densidad refleja los contrastes entre el verano y el invierno, cuando la acción de los vientos favorece la formación de una capa de mezcla homogénea, hasta aproximadamente 100 metros de profundidad. En verano la estratificación del océano ocurre desde la superficie hasta las capas más profundas. Las corrientes marinas condicionan también que el eje principal del remolino esté orientado en la dirección del flujo principal. En algunos casos, se forman también centros secundarios que producen patrones de flujo asimétrico con los cambios de presión.
En cierta forma, un remolino funciona como un atractor, un eje fijo rodeado por una región disipativa que impacta en la trayectoria del eje. Estudios recientes en dinámica de sistemas complejos muestran que los sistemas dinámicos mantienen su movimiento en función de fuerzas internas o externas que introducen perturbaciones. Con frecuencia, los atractores se representan matemática y geométricamente como remolinos más o menos circulares. En el ámbito de la semiótica, Magariños describe varios tipos de atractores. Aquí no nos interesan tanto aquellos en los que intervienen elementos figurativos (constituidos en base a semejanza o isomorfismo) o simbólicos (por ejemplo el lenguaje verbal, constituido por un código arbitrario acordado por una comunidad de hablantes determinada), sino los «abstractivos», es decir, aquellos que activan aspectos perceptivos cualitativos a través de lo que Magariños define como «semiosis privada»:
Con la expresión «semiosis privada», intento establecer la existencia, en la memoria, de determinados atractores abstractivos, originados en la experiencia o vivencia perceptual, que se van acumulando de modo inconsciente o no-consciente (Magariños 2008: 188).
Todo proceso semiótico se encuentra relacionado con la capacidad de abstracción, que es inherente a la incorporación de cualquier estructura formal, proceso que reduce la complejidad de la experiencia humana a un signo. Así, el signo icónico-deíctico de Escila y Caribdis, que busca advertir de peligros en el mar (rocas de acantilados y remolinos) con un cierto grado de isomorfismo visual, sufre en la reproducción de la imagen mítica una (re)semantización determinada no solo por la intención de reproducir el modelo original, sino por la acción significativa, que en sí misma lleva a la abstracción. De la misma forma, para Mircea Eliade (1989) la repetición de los mitos aumenta el grado de abstracción pues alarga la cadena de signos «motivados» que se transforman de manera irreversible en signos simbólicos:
En estos casos, la operación de reconocimiento se realiza cuando, a partir de la integración de una cantidad mínima de marcas, se active el atractor correspondiente a una entidad existencial (reconocimiento, por ejemplo, de un mínimo de marcas que ya constituyen un rostro o una mano o un teléfono, etc.), o el atractor correspondiente a una cualidad (reconocimiento, por ejemplo de un mínimo de marcas que ya constituyen una determinada variación tonal del azul o un determinado entrecruzamiento de líneas de determinada inclinación, intersección y/o tangencia, etc.) o el atractor correspondiente a un valor convencional (reconocimiento, por ejemplo, del mínimo de marcas que ya constituyen una determinada letra o número o red o árbol de dependencias, etc.) (Magariños 2008: 188).
A diferencia de los jeroglíficos, los diagramas y los mapas tienen una larga tradición como representaciones supuestamente fidedignas del mundo. Sin embargo, hemos visto cómo ciertas cartografías antiguas introducen distorsiones que no se refieren únicamente a la presentación de criaturas monstruosas. Así, por ejemplo, el mapamundi de Mercator (1569) tiene una distorsión de escala que amplía y centra los países del hemisferio norte respecto a los del hemisferio sur. Esta modificación tiene sesgos ideológicos y efectos semánticos, puesto que da prominencia a determinadas zonas del norte del globo.
Los mapas, como los diagramas, se constituyen mediante procesos de semejanza, relación y modulación. Partiendo de la definición de Deleuze del diagrama como «un conjunto de trazos que no constituyen una forma visual» (Deleuze 2007: 98), Claudio Guerri afirma que tiene un carácter procesual, operatorio y relacional. El diagrama opera entre lo variado y lo confuso, aunque su modo de expresión sea siempre la analogía (Guerri 2012: 83-4). El semiólogo argentino añade que el diagrama está «entre» dos momentos constitutivos, puesto que antes están «los clichés, los estereotipos, las imaginerías, los fantasmas» (Deleuze 2007: 63).
Pintura. El concepto de diagrama reúne la traducción al español de los cursos dictados por Deleuze en la primavera de 1981 en Vincennes (Paris VIII), grabados por los propios alumnos y digitalizados por la Biblioteca Nacional de Francia con el permiso de la familia (véase La voix de Gilles Deleuze en ligne). Se trata de una obra que intenta elaborar un concepto filosófico de diagrama al nivel de la pintura, y que ofrece una aplicación del denominado «modelo del reconocimiento» que Deleuze desarrolla en Diferencia y repetición, según el cual la diferencia es pensada por mediación de la exigencia de identidad que establece la noción de representación. Es decir, el filósofo francés aborda la relación entre la percepción fenomenológica y el conocimiento trascendental y para ello remite al trabajo de Merleau-Ponty y de Peirce sobre la creatividad artística, puesto que el arte, al separarse de las formas que aprisionan la representación, permite nuevas aproximaciones a la ontología. En Différence et répétition, Deleuze explica que son precisamente las experiencias liminares como el vértigo las que conducen a una especie de intensidad generativa de la percepción que lleva a su vez a lo abstracto o trascendental, es decir a nuevas modalidades de existencia no funcionales o des-estratificadas que no generan estructuras per se (1968: 305). El arte impulsa precisamente a percibir aquello que es imperceptible dentro del reconocimiento que opera en el proceso perceptivo.
Me apresuro a añadir que, al igual que la obra artística, la ambigüedad del mito, y su plasmación en este ensayo en forma de metáfora oceánica, gesta percepciones y emociones que se desvinculan de la referencia objetual, es decir, que se autocrean en sucesivas metamorfosis y se separan del contexto histórico o de la vivencia concreta. Conservan, así, la afectividad como acontecimiento virtual, encarnándola pero sin actualizarla. Contienen, de esta forma y de acuerdo con Deleuze, una gran dosis de inverosimilitud geométrica, de imperfección física, de anomalía orgánica, de monstruosidad, desde la perspectiva de un modelo supuesto, de percepciones y afecciones vividas (2005: 168). De manera que, según afirma el francés «hay una posibilidad pictórica que nada tiene que ver con la posibilidad física» (2005: 168), puesto que en la obra pictórica la lucha contra las formas preestablecidas (clichés) no es exterior, como en otras formas artísticas, sino interior a la propia obra.
Así pues, el diagrama opera como forma intermedia para llegar a la imagen (o hecho pictórico) soslayando simultáneamente los estratos figurativos. De ahí que Guerri añada que el diagrama es como un proceso de trazado en el que se puede prestar atención a los movimientos constitutivos de cualquier forma de creación en el espacio, llegando a contemplar lo abstracto como una realidad o concepto concreto (2012: 84). El diagrama permite así pasar de una geometría y una visión ópticas a una geometría y visión hápticas, posibilitando trazos y manchas de donde emergen líneas y colores. Se identifica entonces con
la cartografía, puesto que traza ejes y planos de acción en el espacio óptico. Sin embargo, en el arte pictórico el diagrama captura el espacio óptico o visible en metaformas abstractas (no orgánicas) subordinadas a las impuestas por los clichés, produciéndose una desarticulación de los órdenes objetivos y subjetivos de la etapa prepictórica, una apertura de los dominios de lo perceptivo y lo sensible de la forma; apertura que se ve acompañada por una serie de resonancias o remisiones entre las sensaciones que permiten a su vez que el arte pase del nivel formal vinculado a un espacio concreto al nivel meta-formal desarrollado en un tiempo abstracto. El mito, como el mar, se hace eco de esta recursividad metamórfica que lleva al remolino performativo de la abstracción.

James Gillray. Britannia between Scylla & Charybdis. or— The Vessel of the Constitution steered clear of the Rock of Democracy, and the Whirlpool of Arbitrary‑Power (1793). Grabado en color. Library of Congress, Washington.
En otro de sus trabajos (véase Acebal, Bohorquez, Guerri y Voto, 2013), Guerri vincula, en el denominado «nonágono semiótico», las condiciones de performatividad de los distintos tipos de signos (iconos, índices, símbolos) a sus efectos (relación del signo con su objeto) y a sus valoraciones (relación del signo con su interpretante), contemplando la prolongación de la perspectiva en el espacio y su constitución en formas simbólicas y representaciones que incluyen la construcción de memorias culturales determinadas. En este nonágono semiótico se sintetizan los conceptos principales de la performatividad icónica, indicial y simbólica de una instalación fotográfica en la vía pública. 19 y 20. Diez años. Fotoperiodismo en la calle. La metodología del nonágono semiótico, por sus características gráficas, permite visualizar la taxonomía de los subaspectos del proceso semiótico y establecer sus interrelaciones.
Luz y color son, pues, pura posibilidad teórica y cualicuantitativa; y en primera instancia, pura sensación o primeridad. No existen sin su materialización concreta en textura y delimitación formal (segundidad). Al materializar sobre un fondo o un contexto determinadas diferencias de luz, color y textura, se concreta la forma mediante recurrencias espaciales (isotopías) en torno a los ejes de la misma y en cuanto a dimensiones fundamentalmente cuantificables que determinarán aspectos valorativos (terceridad). La posibilidad de percibir fondo y figura, y, por tanto, de asignarle un nombre a lo representado, deriva de una cierta selección y combinatoria de distintas cualidades, aspectos, luz, textura y forma, y de sus usos y valoraciones específicas en determinada cultura. El grado percibido y el grado concebido son relacionados simétricamente, puesto que la analogía se basa en la coposesión de algunos rasgos (Groupe μ 1993: 274). ¿Pero qué sucede en el caso de las formas híbridas e indefinidas como Escila y Caribdis?
Los casos de ambigüedad en el grado percibido pueden dar lugar a analogías invertidas la una en relación a la otra (Groupe μ 1993: 274). ¿Y no es esta, por otra parte, la condición de todo mito? La repetición del mito, como señalaba antes citando a Eliade, encierra una cadena de signos motivados, diagramas fantasma, si se quiere, que, resemantizados, llevan a la abstracción. Son, en este sentido y al igual que el océano, «no-lugares», espacios de tránsito donde la ambigüedad de la forma se vuelve líquida y particularmente difusa. En 1992, Marc Augé acuñó el concepto «no-lugar» para referirse a espacios en movimiento donde no se producen interrelaciones humanas (el antropólogo francés se refería por ejemplo a autopistas, aeropuertos, supermercados, etc.). El mito de Escila y Caribdis captura de una manera que podríamos denominar meta-mítica la transitoriedad del mito, su forma de remolino de movimiento infinito.
Me gustaría terminar con la conocida cita de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, quienes afirman:
Todo sale del mar y todo vuelve a él. El mar es el lugar de los nacimientos, de las transformaciones y de los renacimientos; simboliza un estado transitorio entre los posibles aún informales y las realidades formales; una situación de ambivalencia, de incertidumbre, duda, indecisión que puede concluir bien o mal; por eso, es a la vez imagen de la vida y de la muerte (1995: 689).
Así, en forma de sucesivas mareas de información, este ensayo ha buscado atrapar al lector entre Escila y Caribdis, en una intermedialidad ambigua, sin rumbo y a la deriva, apuntando algunos de los remolinos semióticos que se originan en la disolución de las ciencias, las artes y las humanidades, integrando estudios cognitivos, mitología y literatura en un inmenso océano de creatividad.
Imagen de cabecera: Fotografía del capitel con la figura de Escila del Palacio Ducal (Venecia)